Subir y bajar, para después volver a subir. Ese fue el
transcurso emocional de un rato de pesca que no supuso más de dos horas, de las
que pescando peces estuve sólo media. La otra pesca fue mucho más
trascendental.
Tenía poco tiempo para terminar la tarde y decidí hacerlo en
un lugar que me trae muy buenas sensaciones. Un sitio de esos en el que tienes
depositadas siempre infinitas esperanzas, del que sabes de su potencial, y que
ya te ha brindado algún que otro buen rato en forma de pez gordo y picadas
espectaculares.
Los tres primeros enclaves del escenario que decidí pescar
no me dieron ni un solo pez, aunque si alguna picada pescando lento, picadas
que no se sucedían en clavadas ya que el pez no llegaba a tomar el vinilo, sólo lo golpeaba.
Con esto llegué a una zona en la que jugármelo todo a una
carta. Si había algún buen pez en disposición de picar, debía estar ahí.
Lo intenté primero en superficie,
pescando con un paseante de tamaño
medio, machacando la zona una y otra vez desde todos los ángulos posibles, pero
no hubo resultado. El plan “b” consistió en pescar lento con un Big Ika, dejando que cayera con
parsimonia al fondo y arrastrándolo por éste muy despacio. El resultado fue el
mismo. Así que lo intenté con un jerk
de vinilo realizando movimientos
erráticos, y después pescando con él a la caída, pero la picada seguía sin
producirse.
La confianza lo
es todo, ya sea en un señuelo, en una técnica, o en un lugar determinado del
que sabes, o más bien intuyes, que puede aguardar un buen pez. Y así fue, en
otra situación o en otro enclave habría dejado la zona y habría cambiado de
localización, pero la confianza, y el instinto me inclinaron a realizar unos
últimos lances con el paseante de
nuevo.
Ya en la primera prospección de nuevo con el paseante se produjo la picada, o el
ataque, para ser más exacto. El pez salió entero del agua a por el paseante,
como un delfín, lo pude apreciar con exactitud. Era un pez grande, con unos tonos amarillentos, largo, y muy
fino dado el trabajo que me había costado verlo asomar. Ante semejante ataque
fallido dejé el paseante inmóvil, y a continuación volví a darle vida, pero el bass no andaba por la labor de
perseguirlo demasiado.
Volví a realizar el mismo lance que el anterior, pero el pez
no quiso repetir. De nuevo la misma operación, lance largo, el paseante pasando
por la misma zona movido a baja velocidad, y por fin la picada. Ésta vez no
falló. A la tercera fue la vencida, como se suele decir.
Poco más de un minuto después (en el momento parece mucho
más tiempo), y varios saltos por medio, consigo hacerme con un pez que sabe
especialmente bien en estas fechas.
Entonces toco bajar por la montaña rusa. Yo andaba aún
pensando en el lance tan bonito que me había deparado ese luchador pez cuando,
sin saber cómo había pasado, me había quedado sin una caña. La sensación entonces fue un poco de incredulidad, no me
creía que se me podía haber caído una caña, pero así era. Tocaba buscar.
En esos momentos los nervios no te dejan casi pensar, y más
si estás solo y no tienes ayuda de nadie. Así que la búsqueda no comenzó de la
mejor manera. Luego caí en la cuenta de que el mejor señuelo para la búsqueda
sería el lipless, y así fue. Yo, que
nunca pesco con lipless, siempre
llevo uno, y en qué buena hora. Una hora después, casi de noche, y un baño por
medio palpando el fondo con las manos, pude hacerme con la caña.
Esa alegría fue aún mayor que la de haber sacado aquel
esquivo pez con el paseante.
La mejor captura de éste año, sin ninguna duda.
Suerte la mía. El lipless salvador
iba a indultarlo, sacarlo de mi caja, pero creo que como talismán, y futuro
recurso “pescacañas” estará mejor.
Sujetad bien vuestras cañas, o en todo caso, llevad un lipless.